Cartagena, carta llena

Llegamos a Cartagena de Indias, azoradas por el calor y decidimos que esa tierra caliente era la una vez  descubierta por Cristóbal Colón. Nos sentimos orgullosas de pisar ese suelo histórico, lleno de callecitas y balcones coloniales durante tres días, hasta que nos dijeron que no era cierto.


Parece ser que el anhelante explorador italiano que cumplió con su teoría desopilante y complació a la reina con riquezas, había llegado a otro lado, malísimo. Un desencanto atroz y una jactancia en vano.

De todos modos, no fue tan dramática esta desilusión si la comparamos con la que sentimos al conocer sus playas. De sorpresiva arena oscura y mojada, su mar azul caldo, límpido, caliente, piletoso y lleno, por no decir repleto de gente de todas las edades, colores y tamaños. Todos bañándose en sus aguas y revolcándose en sus orillas. Y lo que es peor, muchos de ellos con indumentaria. Sí señores, con ropa puesta y con el calor que hacía. ¿Por qué con ropa? Trivial fue nuestra observación, ya que preguntamos y todo, eh! Pero las respuestas fueron difusas y hasta generaron interrogantes en los cuestionados. Optamos por considerarlo parte de la cultura popular inaceptada por la población.

El infierno de playa al que tuvimos la desgracia de asistir para saciar el calor incinerador de nuestros cuerpos, se llama Bocagrande. Ahora, en un día feriado, algún alma caritativa y prudente podría haberle sugerido a uno no ir. No vayan ahí loco, es un asco. Nadie se atrevió.

Algo así como setenta y tres mil personas había allí. Muchas yacían varadas en sus orillas, algunas de ellas incluso estaban hechas milanesa. Se reían, charlaban, nadaban, flotaban, jugaban con arena y con pelotas, comían, bebían, hacían basura, hacían amigos, salpicaban, se empujaban, y en esa muchedumbre propasada, pura y exclusivamente, solo ellos, eran felices.

 Aproximadamente el cuarenta por ciento de la población-playa eran abrumantes e invasivos  hombres vendedores o mujeres masajistas. De solo recordarlo, cierro los ojos y suspiro con agobio. Nos atacaron y ¡sí!, lo acepto, nos vencieron. Alquilamos silla, sombrilla, nos embadurnaron en crema de enjuague y nos hicieron masajes, compramos cervezas, mango, pastelitos, cosas, no gracias, basta por favor. Definitivamente, nos engatusaron en esa, su nube de calor, pesadumbre, vapor y gente, desvalijándonos las ganas de soñar con el paraíso prometido del Mar Caribe.

Nuestra desventura fue que, de mutuo e inconciente acuerdo, intentamos amortizar la inversión realizada, quedándonos y sosteniendo esa condena sin sentido por desmesurado tiempo. Recién a las casi dos horas de penitencia, notamos que NO aguantábamos más. Sentíamos estrés de que nos venderían u ofrecerían algo más y turbación de que nos robarían nuestras pertenencias. Acabamos repentina y súbitamente, y que re contra valga la redundancia, por tomar una decisión abrupta: salir rajando por la orilla con todo colgando. Así nomás, lo que se cae se pierde, qué carajo me importa.

Caminamos por la costa en silencio durante un rato hasta que localizamos un claro cerca del mar y de unas rocas. Nos descubrimos exhaustas y desfallecidas. Nos miramos y sin hablar nos recostamos en los pareos sobre la arena seca y fresca de la tarde para dormimos una de las siestas más profundas que te puedas imaginar. Al cerrar los ojos con calma, escuchamos el ruido del mar y respiramos hondo. Fue allí, donde por primera vez en el día, nos sentimos lejos de San Bernardo y cerca de las playas del Caribe.
Al atardecer volvimos al hostel más descansadas y airosas. Tuvimos la buena fortuna de compartir la habitación de ocho personas con dos amorosas argentinas de Lomas. Compartimos con ellas anécdotas  e información para los próximos días del viaje, nos acoplamos a su plan del día siguiente. Fueron ellas quienes tuvieron el honor de guiarnos al lugar que purgaría nuestra memoria de esta fastidiosa experiencia. Nuestro próximo destino sería el paraíso: Playa Blanca en la Isla de Barú.

Por la noche, caminamos fascinadas por las románticas callecitas afaroladas de Cartagena; nos sentamos en una mesita de una plaza rodeada de edificios coloniales y nos sentimos en una Piazza de Italia; escuchamos las amables y cordiales voces de las almas colombianas; comimos pizza crocante tomando cerveza tan fría como la brasilera y nos sentimos amenas o más bien como un buen anti-domingo en Buenos Aires, después de un gran fin de semana. Lindo broche para este primer día.

Ati Irazusta
Cartagena de Indias, 10 de enero de 2011


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