Se me soltó la rienda

Ando mendigando chirolas y contando cautelosamente el mango desde el día uno que volví del país en el que verdaderamente reinan el orden y el progreso.


Qué paraíso Hawaii. Qué locura Las Vegas. Qué buena onda California. Qué frío Chicago. Todo tan turísticamente esperable y todo tan emocionalmente inesperado. Por Dios. Cuánta belleza. Qué vuelta nos pegamos, qué buen viaje, la puta madre. De más está decir que absolutamente nadie me quita lo bailado. Aclaro para que no digan y prosigo con el objetivo entonces.

Por lo tanto, para llegar a fin de mes, desde aquel entonces, me he puesto de lo más creativa. Partiendo de la base de que forzosamente tomé la decisión de gastar lo mínimo y malabareable, es decir, con coca y birra incluido, dentro del acotado presupuesto remanente.

Entre mis posibilidades de supervivencia vip, por ahora me acomodé bastante suficientemente bien vendiendo ropa importada, imanes y hasta ropa mía, participando de ferias, soñando con productos, marcas, negocios e ideas maravillosas que nunca se concretarán, y por qué no aceptando cenas, tragos, alimentos no perecederos y milanesas congeladas.

Todo esto para ir ganándole paulatinamente a mi deuda externa y no perder súbitamente el espíritu Aloha.

En el trajín de búsqueda de equilibrio entre el confort y el salario mínimo vital y móvil docente, alguna que otra vez, osé barajar la posibilidad de ofrecerme en sacrificio a Visa Argentina como el cordero degollado.

Afortunadamente, si bien estoy por cumplir los 33 años de edad y sería la víctima propiciatoria perfecta, me convencí de que aún no era conveniente tal holocausto. Creo que por ahora querría seguir viviendo.

Muy bien, al espíritu Aloha aún no lo cancelé de mi ser. Lo que sí perdí fue el control calórico de la situación. Claro que nadie se da cuenta porque uso ropa que tapa y no aprieta. De hecho han tenido más de una vez el tupé de decirme que estaba más flaca. No, señor. Eso no es cierto.

Parece ser que el pase hacia el infinito y más allá, es decir la visa para ingresar en los Estados Unidos de América, no sólo te permite ingresar a vuestro país, sino que también te habilita la boca del estómago para transformarte en un gordito gilún, adicto a la pizza, la panceta y los burritous con salsas picantes. Grasa y más grasa por todos lados.

Supongo que tendrá que ver con la angustia inconsciente que te genera que todo funcione a la perfección. Estos yankees llenan sus vacíos existenciales con comidas riquísimas y de excedido contenido calórico, invitándonos descaradamente a ser parte de este círculo de enviciamiento. Y bueno, todo no se puede en la vida.

A mi feliz estadía en las tierras del norte sobrellevó una deuda milenaria y gran parte de esta apertura desenfrenada a fagocitar más de la cuenta. Al final, uno, en vez de volverse más perfecto y funcional, se vuelve más ansioso y morfón que nunca en la vida. Terrible.

Y como si esto fuera poco, se me presenta la oportunidad de comprarme un coche como la gente. Obviamente, con un crédito en la manga y veinte mil millones de cuotas por pagar a largo plazo, visto y considerando de que por mi taxi nunca joya me dan dos mangos con cincuenta.

El caso es que desde que sobrevino este notición, me agarraron las siete plagas de Egipto: patada al hígado, conjuntivitis, jaquecas, infecciones, virus de la panza, mequetrefe y archipelagos de mentiras corporales. ¿A quién se le ocurre? Dejame de jorobar. Claramente y con toda la razón del mundo, mi cuerpo me estaba queriendo decir algo.

En combate contra la canalización de la angustia a través de los excesos, tomé la arbitraria decisión de no beber gaseosa al mediodía. Para qué. Eran las dos de la tarde y caminaba por los pasillos del colegio como un perro con la lengua afuera queriendo deleitarse con la casa de Hansel y Gretel. Quién me manda.

Por la tarde, me dirijo al supermercado chino solamente para comprar dos cocas de vidrio, que tranquilamente me abastezcan durante la semana por venir. Definitivamente, en esta situación de ahorro-consumo en la que me encuentro, el chino me puede. Caminando por sus góndolas, sus carteles de ofertas y dos por uno me hipnotizan y agobian.

No puedo con mi genio y rompo la cordura, comprando dos packs de seis botellitas de seiscientos y un alfajor Cachafaz. Básicamente nueve litros setecientos. Pienso que este número sin redondeo no me cerró, y para no ser menos, me compré en el kiosco de al lado del chino una coquita de vidrio para dulcemente acompañar mi manjaroso alfajor.

De cara redonda y con coquita y cachafaz en mano, le comento al kioskero que no sé por qué engordo.

Bajando exitosamente mi ansiedad, me senté a orillas del río y reflexioné sobre todo esto y no llegué a nada. Ah sí, si no vuelve la yerba, quién carajo me saca el hambre.


Ati Irazusta
Me río para no llorar, llenando vacíos en la vera del río, 17 de abril de 2012

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