Yo vivo en un barrio tranquilo

Hace tres meses que me mudé a un edificio de alrededor de treinta años de antigüedad, podría decirse de él “viejo” o quizás “antiguo”, pero no lo es. Tiene todo aquello que toda persona como yo, o tal vez solamente yo, pudiera desear referente a su arquitectura e instalaciones.


Dos pisos, con los descansos suficientes, la ventilación, la decoración y la luz necesarias para ser bien subidos por escaleras. Ojo, también está la opción ascensor que sería dentro de todo la parte menos apreciable. Es pequeño, amarillito, están rayadas sus paredes y no está hecho a escuadra.

Cochera, para estacionar el vehículo en dos maniobras rigurosas. Es muy segura, todos los habitantes dejamos nuestras pertenencias: reposeras, bolsas de carbón, bicicletas, materiales de construcción, cascos, cajas, hasta las llaves del auto puestas. También hay un tacho para mantener la limpieza (en mi caso la de la bolsita de basura que cuelga de la palanca de cambios) y un baño con ducha. Paso a explicar. De la cochera salen dos escaleras: una que lleva al lobby del edificio y a los departamentos de Planta Baja y otra que te lleva a la alegría de vivir aquí. Un jardín con arbustos, algunas flores, palmera, tamaña pileta riñón y un banco de plaza amarillo. Lo más interesante es que suele estar desierta y uno puede sentirla como propia.

Subiendo los primeros dos pisos, y en la letra “F” de felicidad,  como bien definió a la suya una gran amiga, nos encontramos con mi colorido, soñado y acogedor hogar. No voy a ponerme descriptiva al respecto porque me transformaría en una cargosa madre primeriza hablando de su bebe o en una solterona hablando de que extraña a su gata. Sí, señores, sería algo así como que se me cae la baba por mi home sweet home, literalmente.

Otro encanto de mi adorable inmueble, al cual mi queridísima abuela calificó como “a este edificio lo hicieron con gusto, claramente el arquitecto lo construyó como un lugar donde él viviría”, es la terraza. Subiendo un piso por escaleras o elevador, se llega a la azotea. Que no es una cualquiera. Es una amplia superficie de membrana, parcelada. Es decir, cada departamento tiene su cuota de espacio, con su parilla y pileta de lavar propias. La misma extensión está delimitada por líneas imaginarias. En mi caso, canteros con cañas. En el caso del vecino, con enrejado gallinero. Etcétera, etcétera.

Lo que más me ha conmovido desde que me mudé aquí, son mis vecinos.

María Teresa que me saluda con beso y me presta cacerolas y ofrece copas en caso de que las necesite. Beatriz que se presenta y saluda cordialmente. Pilar que es madre de mellizos y se muere de vergüenza si sus hijos llegaran a molestar a los vecinos con su ruido a la mañana y a la que le parece bárbaro que me divierta invitando muchos amigos a mi casa. Con ella conversamos sobre la vida de puerta a puerta, compartimos ingredientes culinarios y con el marido me quieren presentar a alguien para salir.

Otro respetuoso vecino es el de enfrente: Beccar Varela. Saluda con la mano y su apellido, se fuma un pucho en la terraza y dice que tengo muchas amigas. Vicky del primero que se ofrece para regarme las plantas cuando va a la azotea a descolgar su ropa. Su hijo púber y los amigos que si accidentalmente se encuentran en el estacionamiento cuando uno llega del supermercado, muy amablemente te ofrecen ayuda y te suben las compras hasta la puerta. Entre otros, está Gabriel, el portero que está por supuesto siempre dispuesto a dar una mano, un buen día, un silencio o una charla.

Hace no más de un mes, se mudó al “G” un chico, tipo, pibe, señor, no sé, parece joven. Tiene alianza, desconocemos su estado civil porque en tal caso la mujer sería invisible. Vive en un tres ambientes con balcón y tiene un auto familiar. Según Beccar Varela es Ávila de apellido. A lo que a mí me compete, esa información resulta innecesaria, ya que lo más atrayente de este nuevo componente del vecindario, es que es un sujeto misterioso. O tal vez así lo decidí yo.

Nunca hay ruidos en su departamento. Ni de baño, ni de muebles, ni de música, ni de gente. Tampoco olor a comida sale de allí. Lo cautivante es que siempre llega 20 minutos después de mí, sean las siete de la tarde, las once de la noche ó las cuatro de la mañana. No me lo cruzo, nunca. Solamente escucho sus llaves girar. De cruzarnos, nos hemos saludado de forma relampagueante. Ahora, desconozco el motivo, pero me he vuelto muy rigurosa con la coincidencia del horario, unos minutos pasados ya, de mi llegada.

Por cierto, ya lo tomo como un juego. Cuando llego y mi auto baja la rampa de la cochera, me pregunto si habrá llegado o no, si volverá hoy a su casa, si pasarán los prometidos veinte, treinta minutos para hacerme escuchar el ruido de sus llaves que indican que volvió a perder porque llegué primero. A veces pienso que posiblemente está escondido en la bocacalle de la esquina ó tal vez detrás de un árbol. Entonces cuando me ve entrar con el auto al estacionamiento, se fuma un cigarro, llama a su madre para reportarse o decirle alguna pavada del día y así cumplir, escucha alguna noticia en radio AM y una vez pasados los minutos que lo hacen llegar “último, cola de perro”, arranca su coche y entra. Sube hasta el segundo y vuelve a perder.

A fin de cuentas, si a la cochera, el jardín, mi departamento, la terraza, la luz, los vecinos, le sumo este juego, sigo ganando. Siempre ganando. Qué bueno.

Ati Irazusta
San Isidro, 9 de noviembre de 2010

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