Peter Pan, dejame volver de la Tierra del Nunca Jamás


Hoy, segundo domingo de agosto, se festeja como todos los años en nuestra cultura familiar y comercial, el día del niño.

Y llegada la tarde, me di cuenta de que me había olvidado por completo de este día. Bueno, en realidad, no visité a hijos de nadie, ni mis padres me saludaron. No pude reclamar ningún regalito. Maldita sea. ¿Será que ya estoy para otros trotes?

Sí tuve la suerte de recibir un saludo cariñoso de una amiga muy querida, que está completamente convencida de que el niño que vive en mí no se piensa ir a ninguna parte. Me quedé pensando en eso un ratito y sonreí picaronamente. Tiene razón, pensé, cómo la quiero.

Hace casi diez años, en un viaje a Villa Dolores, en la provincia de Córdoba, me fui con un grupo de jóvenes a misionar. Esa fue, entre otras misiones de las que participé, una experiencia maravillosa, de mucho sacrificio, entusiasmo, calor, agotamiento, vigor y renovación del corazón.

Fue en aquellos profundos días en los que nos encontrábamos con el alma abierta recibiendo vida y esperando poda, cuando tuve una charla con el Padre Iván que me dio para pensar. Y debo confesar que me enojó bastante.

Hablábamos sobre cómo me sentía, los miedos, las andanzas, las corridas, el trabajo, la alegría de estar vivos y sobre cómo combinar las emociones con la realidad para ponerle sentido existencial al propio camino. Andábamos hilando hondo, cuando se detuvo y con cortesía y diplomacia, me esbozó una opinión sobre mí.

Como me ocurre en el 99% de las veces, me sentí atacada y no la supe recibir. Me quedé con la  frente marchita y fruncida, puchereando la irrupción a mi inmaculada idea de mí que nada puede tomar del entorno. 

En vez de agarrar y ver; en vez de agradecer y guardar o descartar; en vez de complacer con un cumplido y devolver con otro; en vez de enriquecerme para destruir y reconstruir…  se me transfiguró la cara en orto y se me porcoespineó el cuerpo en pinches. Mecanismo básiquísimo al que accedo inconscientemente, aún en la actualidad.

Para aquellos días, corrían mis veinticuatro o veinticinco años y mi vida parecía que de una vez por todas estaba remontando vuelo, después de varias caídas y decepciones. Conversábamos sobre lo bueno de mi energía, alegría y servicio y sobre lo positivo de todo este vuelco… y pum, me tiró el shot a la rodilla:

“Ati, deberías cambiar algunas formas, algunas manías, tenés que crecer. Sería algo así como que padecés el complejo de Peter Pan.”




¿Qué? ¿Crecer? ¿Yo? ¿Quiere que sea seria, que me tome las cosas en serio? ¿Acaso eso no me sale bien? ¿No le gusta cómo me sale ser yo? ¿Ahora quiere que empiece? ¿Qué le pasa a este tipo? ¿Qué le pasaba a este filósofo con Peter Pan? ¿Mirá si voy a dejar a mi niño de lado? ¿Y si Ati no puede ser así, cómo va a ser? ¿Me van a decir Cecilia? ¿Quién voy a ser yo sin mí? ¿Y por qué complejo? ¿Acaso es algo oscuro y enmarañado querer ser niño? Dejate de “escorchar”, pensé.

Para quienes no conocen, el síndrome de Peter Pan, es un trastorno psicológico que se manifiesta en las personas adultas mediante un comportamiento infantil o un rechazo frente a toda responsabilidad.

¿Qué me estaba queriendo decir? ¿Que estaba de la mente?

Cierto es que en reiteradas ocasiones me han dicho “loca”, “loca linda”, hasta incluso “loca de atar”; que se yo, nunca me hice mucho cargo de esos comentarios y con el tiempo decidí no se por qué tomarlos como elogios.

El flaco era un fenómeno y bastante sabio, pero realmente asumo que me encrespé con él y a su teoría de abandonar mi niño para crecer, la tomé para el carajo. Porque para mí en ese momento, dejar a mi niño, era abandonarme a mí misma.

Entonces tomé otra de mis “sabias” decisiones. Me enculé y no lo atendí. No le di bola. No lo supe captar. ¿Cómo me iba a pedir que no fuera yo? ¿Justo ahora?

¿Justo ahora que me acababa de reencontrar con esa parte mágica de mí que había olvidado los últimos años? Aquellos años en los que el microcentro, las ideas universitarias y el mundo de los negocios atormentaban mi existencia y le juraba amor eterno al proyecto de carrera prometido por cual o tal empresa multinacional. Qué boluda, qué años o qué se yo, tiempos, otros. En fin.

¿Justo ahora que había descubierto el encanto de una nueva profesión que todo tenía que ver con la creatividad, el juego, el movimiento, la espontaneidad, el reino del revés, la alegría, la verdad, la inocencia, las vueltas, la risa, lo insólito, las canciones, las imitaciones, los saltos, las ocurrencias, la frescura, la crudeza de la sinceridad, la astucia, la soltura?

¿Justo ahora en que todo ese aroma infantil que siempre había tenido impregnado, que en el último tiempo había buscado apagar y me había desentonado en tantos contextos, lograba encastrar en su máxima y delicada perfección?

¿Justo cuando había encontrado la fluidez de ser un espíritu contagioso, y podía poner esa magia al servicio de otros que la aceptaban y devolvían con abrazos y sonrisas?

¡Sí, claro! ¡Yo era un niño! ¡Siempre lo había sido!

Y ahora en esta nueva vocación podría en parte seguir viviendo la infancia. ¡Y lo mejor de todo, es que había conseguido un trabajo en el que me pagaban por disfrutar de todo esto!

Por lo tanto, dije “No, señor”. No voy a escuchar sus palabras y sugerencias. De ninguna manera voy a resignar a la gracia de ser niño. Cuánto lo lamento, conmigo no cuente. ¿Le quedó claro?

Y allí quedé, ensimismada en esta idea de que crecer era abandonar ese tesoro encantado. Me quedé con la representación de que crecer era no atender a mi yo puro, a mi esencia.

Clarísimo es, lo digo hoy, que jamás me iba a pedir o sugerir nada de eso. Pero no lo capté. Realmente en ese momento, no escuché con el corazón lo que me quiso decir el cura este. Minimicé sus palabras de cariño en una reacción de niña malcriada que no soporta que le digan ni le cambien nada.

El tipo me estaba abriendo con un empujón agrio a la valentía de crecer, de soltar mis miedos y avanzar en la responsabilidad de ser yo.

Hoy, en el día del niño, a mis treinta y tres años, me animo a retomar estas pulgosas palabras del pasado, enguajarlas y ungirlas con el perfume que se merecen.

Pienso que sigo adorando a Peter Pan y a su país de fantasía del Nunca Jamás. Definitivamente creo que, y demás no está aclararlo, lo que soy se lo debo cien por ciento al poder del niño que vive en mí.

Pero siento que si quiero crecer y avanzar, debo soltar mi mundo en el que los cristales no se rompen. Tengo que ser más Wendy y menos Peter. Peter eligió no crecer, que el tiempo no pase, no hacerse cargo, repetir lo mismo muchas veces, quedarse en su mundo de seguridad. Wendy tomó lo mejor del mundo de la magia y volvió para tomar las riendas de la vida que le tocó, para VIVIRLA.

Y me doy cuenta de que para salir de mi tierra del Nunca Jamás, tengo que hacerle frente a mis emociones. Sobre todo a mis miedos y al dolor. Y así, dejar de resguardarme en ese país que me protege.

Ya no puedo quedarme ahí para siempre, sin tiempo, sin crecer, sin mejorar, sin quebrar, sin afrontar. Pica Ati, ya no lo puedo esconder más.

Al fin y al cabo, la gran aventura de la vida tiene más que ver con perder el miedo a experimentarla. Cueste lo que nos cueste. Si queremos volar alto con el polvo mágico de Campanita, más vale que asumamos con responsabilidad el regalo de estar vivos.

¿Me habrá querido decir esto?

Ati Irazusta


7 comentarios:

  1. Genial "Cecilia" y Ati tambien
    Te quiero

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  2. Increible¡! Lleno de dulzura y realidad!
    Creo que nada hay que hacerlo en extremo! Estamos grandes. No tenemos más 10, tenemos 33, pero si bien no podemos vivir en Nunca jamás, siempre es bueno tenerlo presente, al lado, cerquita. No para escondernos porque no sirve de nada y al mundo hay que enfrentarlo, animarse y salirlo a vivir, pero si para recordar lo bueno de la niñez: la alegría, la inocencia, la transparencia, la sinceridad, la emoción, los sentimientos, el divertirse con poco, "barato" como dicen por ahí, la risa porque si, el maravillarse por todo aunque sea lo más básico. Para eso si hay que tener siempre cerca a Nunca Jamás. Eso es una de las 1000 cosas que me enseña Fatima todos los días. Me encanta vivir en el mundo adulto, lo hago desde hace mucho, pero también me encanta poder volver a descubrir a través de ella todo lo increíble que era ser "niño"!
    Te quiero mucho!

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  3. Muy lindo Ati!!!
    Me senti bastante identificada con todo lo que decis aca!! Y te digo que me encanta y lo disfruto mucho tambien!!
    Besos

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  4. Lindaaaa!!!! conservar el peter pan interior es lo mejor que nos puede pasar. Cada uno lo exteriorisa con lo que tiene mas cerca, hijos, sobrinos, alumnos.
    Y lo lindo es que cuando lo sacamos lo hacemos olvidandonos por un rato de todas las responsabilidades y lo malo que hay alrededor.
    Eso es admirable en vos mi amiga tenes facilidad para sacarlo, contagiarlo y enseñarlo a quien no tuvo la oportunidad de disfrutarlo. Eso te hace quien sos y hace que seas tan pero tan querible.
    Besos y no dejes nunca de escribir y de llenarnos el alma.
    Anita.

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  5. El relato es literalmente rico, el contenido es conmovedor como tu sensibilidad y
    sinceridad.
    Que el niño que tenes adentro no te tome, pero no lo dejes escapar nunca.
    Beso y te quiero

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  6. Guauuuu!!! qué sorpresa las devoluciones!
    Me emocionó mucho cada comentario! Lo agradezco de corazón!!!!
    Beijos!

    Me mata anónimo!! (quién sos?? wtf?????)

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  7. Ati!!! me gusto mucho tu relato sobre el niño que llevamos dentro.Muy sensible y simpatico!!!!!

    Continua escribiendo...lo haces muy bien!!!

    Beso de Alfre y Marta.

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