El encuentro de dos mundos


Este año el colegio de Tigre en el que trabajé tantísimos años, festeja su 50º aniversario y para celebrarlo hicieron ayer, una cena con baile para docentes y ex alumnos. Particularmente no soy ni la una ni la otra, pero sí una combinación de las dos: ex docente o ¿kelper?. La nada misma o la toda repleta de recuerdos y emociones. Fue una gran sorpresa recibir el excepcional convite, al que accedí sin dudarlo.

Gloria a Dios me invitaron y tuve la gran oportunidad, no sólo de volver a valorar el cariño y aprendizaje en los años allí trabajados, sino también la de infundirme en muchos abrazos con gente que no veía hace rato al son de un largo “hooooola” y la alegría expresar un “¡qué lindo verte!”. Años felices aquellos si lo fueron.

Realmente lo siento como si fuera mi colegio y durante muchos años me garantizó la suerte de que llegar al trabajo era también como llegar a mi casa. Me acuerdo una vez que yo estaba buscando un cambio porque no me sentía bien y mi hermana me dijo: “No cambies nada que tenga que ver con ese trabajo, siempre salieron buenas cosas de ahí”. Sabias palabras.

En fin, a pesar de los ex compañeros y la saudade que sentí en este ambiente cálido y familiar, me ocurrió algo que calificaría como extravagante, por no decir raro o chocantemente lindo: me encontré con mis primeros grupos de alumnos.

La última vez que había compartido calidad de tiempo con ellos había sido hace nada menos que diez años.

Por aquella época, eran niños de uniforme, travesuras y esfuerzos. Ahora eran hombres y mujeres que tomaban cerveza, fumaban cigarros y tenían crisis vocacionales.

Se los había dejado con orgullo y melancolía a la maestra de 5º y no había vuelto a saber mucho sobre de sus vidas.

Tenían 9 y hoy casi 20.

Me tomé un rato para mirarlos hanguear y manifestarse. Observé sus atuendos, sus peinados, sus gestos. Eran grandes.

Tenían casi la misma edad que yo, cuando aquel lunes 3 de marzo, me había calzado el delantal por primera vez para entrar a la que iba a ser nuestra clase durante todo un año y con ellos a la maravillosa tarea de enseñar.

Ellos alumnos y yo maestra. Los pobres santos no tenían ni la más remota idea del temible secreto que yo escondía: nunca en mi vida había estado parada frente a un curso.

Sentía nervios e incertidumbre, pero ellos confiaban en que la Miss de delantal era la maestra nueva y punto. Suficiente para todos. Solo faltaba subirse al tren, escuchar al sentido común, apelar a las maestras paralelas, comprometerse con el laburo y empezar a aprender, querernos y ponernos límites. Y así fue nomás como arrancó mi historia de docencia, locura, pasión y creatividad.

Me costó un rato acercarme a saludarlos, pero como quería saber sobre ellos, entre la timidez y el quemo, junté coraje y me arrimé a su mesa.

Nos saludamos y nos reconocimos. Los vi distintos y me vieron igual.

¿Por qué será la inmortal imagen que tenemos de nuestros maestros y profesores? Personalmente, cada vez que veo a alguno, no sólo lo esquivo porque me muero de la vergüenza verlo fuera de contexto, sino que me da la fría sensación de que están igual que siempre, de que el tiempo no pasó y de que te desnudan con la mirada. ¿Será porque nuestro inconsciente sabe que ellos supieron mucho sobre uno al menos en algún momento de nuestra vida? Como que te miran de otra manera, se sonríen y me incomoda, no sé, tal vez sepan algo que uno aún no sabe.

En fin. Aprovechamos la ocasión para charlar un rato. Como buena vieja que me sentí y supongo que soy, les pregunté qué hacían de sus vidas, a qué se dedicaban, de qué trabajaban, si estudiaban, si no, cómo estaban. Quería saber quiénes eran ahora.

Fueron contando y fui usando todo tipo de consentimientos y onomatopeyas para escuchar con atención y una sonrisa. Y con el correr de los minutos, para mi sorpresa, me fui dando cuenta de que eran los mismos que yo había conocido. Tan sabios y tan inocentemente pícaros como cuando eran niños. Vi la muchosidad de cada uno de ellos, su esencia.

El vagoneta no había pegado ni un cuatro en los parciales y seguía siendo tan cariñoso como siempre había sido; el excelente alumno estudiaba en el ITBA y seguía siendo puro y buen pibe; el cancherito pedante se había transformado en un facha lleno de tubos y no atinó a saludar; la gordita coqueta destilaba look y buena onda; la freak gothic (única que captaba mis ironías y chistes) no tenía ni idea de qué hacer con su vida; la aplicada iba por el título de Administración; la que seguía al resto, había colgado RRPP porque le aburrió; el sensible me abrazó… todo tan obvio y tan natural.

Los miré a los ojos y los vi genuinos. Les hablé como pares, les confesé que habían sido mis primeras víctimas, les recordé anécdotas, me hicieron acordar de cosas. Muy buena onda la verdad.

Y lo más bizarro es que les terminé contando qué pensaba y sentía cuando yo iba al colegio, cómo me sentí cuando terminé y qué fue de mi vida universitaria, lo que me costó tomar decisiones y la crisis vocacional que vino después. Les conté sobre mis amigos. Hablamos sobre viajes.

Siento que a más de uno, lo tranquilicé un poco. Conversamos sobre equivocarse, sobre las ganas, sobre los tiempos. Les hablé como un grande joven. Estuvo bueno. Nos sentimos a gusto. Bueno, al menos yo.

Creo que si hace diez años hubiera tenido la bola de cristal, les hubiera cantado las cuarenta. Eran los mismos. Solo que ahora cargaban con el ligero peso de tener un cuerpo de grandes que necesitaba encontrar y satisfacer la ambición de sus almas o tal vez las de sus familias.

Sin embargo, lo más interesante de todo, es que yo, la maestra de 4º, tenía la posibilidad de no juzgarlos y de seguir viéndolos simples. Y supimos aprovechar eso.

Pienso en la oportunidad que tuvieron esta noche de escuchar mi humilde intuición sobre ellos. Pienso en lo valioso del encuentro. Pienso en qué hubiera sido de mí si tan solo me hubiera animado a saludar y charlar con alguna maestra de primaria que alguna vez me crucé y escondí.

Al fin y al cabo, una maestra no quiere otra cosa que sus alumnos crezcan, sonrían, se sientan contenidos, se superen en sus dificultades, se entusiasmen por ser mejores amigos, mejores personas, mejores con ellos mismos y sobretodo de que logren alcanzar aquello que ellos piensan que no van a lograr.

Pero como uno sabe que pueden y que en algún momento van a llegar, los mira con cariño y sonríe. Como los miré cuando tenían nueve; como los miré esta noche.

¡Qué emoción!

Si en 4º grado uno supiera que en un par de años, vas a estar teniendo una buena charla birra mediante con la maestra, tal vez viviría distinto. Una locura.

Ati Irazusta

1 comentario:

  1. Muy lindo, Ati! y me acuerdo perfecto de esa época, de tu crisis y cambio rotundo de rumbo, qué bueno que puedas ver para atrás y reconocer este camino!! Beso grande

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