Al que madruga, Dios no lo ayuda


Eran las seis y veinte de la matina cuando desgraciadamente empalmaron la aguja que indica la hora y con la aguja de la programación de la alarma despertador. Tititi-tititi. Listo. ¿Qué? ¿Ya está? ¿Tan rápido pasó la posibilidad de descansar? No lo podía creer ni daba más. Pospuse diez. Volvió a sonar y no quedó otra que respirar hondo y erguirse al andar.