Qué lindo aquí

Parte de mi viaje por Costa Rica, la designé a pasar unos tres, cuatro días por la Playa Santa Teresa de Malpaís en la costa del Pacífico.  


Como suele pasarme habitualmente cuando estoy de viaje, entro en modo barrilete cósmico, y la verdad es que por lo general, no tengo la menor idea de hacia dónde voy. Imaginate si iba a saber sobre este páramo.




Lo que sí sabía era que el hermano de un amigo que vive ahí, me podía alojar de onda, y con la misma buena onda, le llevaba un cargamento de puchos y yerba para él y unas Topper 44 para el mae que con él comparte la cabina.  


Unos días antes de salir de Buenos Aires, dos amigas me pasaron los contactos de gente que vivía ahí, me enteré de que gente que yo conocía también había vivido ahí y que por lo menos diez de mis amigos habían pasado unas lindas vacaciones en este lugar. Vaya uno a saber por qué llegué tan tarde a enterarme sobre este paraíso. 


Así fue, como un viernes por la mañana partí de la montaña y, ferry de por medio, arrivé a las dos y media de la tarde a este pueblo, empapada de sudor, sofoque y humedad. Ufff... QUÉ CALOR, María Santísima!  


Suena bastante lógico en realidad cuando uno pasa a la conciencia la idea de que está adentro de un bosque tropical... y claro, ni fresco ni frío van a hacer. Qué idiota.  


En fin, el bus me dejó en la entrada de la casa de los chicos. Un complejo cerrado de un par de cabañitas que tiene, el nada más y nada menos nombre... riscosamente prometedor y positivo de "Disfrútalo". Tomátelo literal.  


Parada frente al portón de madera, rodeado de palmeras, chequée en mis notas, la indicación de teclear una clave para abrirlo y caminar hacia el fondo a la izquierda para llegar a un ensueño de cabaña, anfitriones y por qué no, pura vida, también en el orden estricto sobre lo que ello significa.  


Con hermosa energía me recibieron y convidaron un mate. Sin embargo de esta altura pico de la tarde, en la que Celcius, Hectopascal y Milporciento de Humedad se estaban haciendo la fiestita y yo estaba por resbalarme de la silla de la permanente transpiración, me sentí muy bien.  


Me tiraron un par de coordenadas de llave, agua, playa y súper, y quedamos en juntarnos a la noche para cenar en el restaurant donde ambos trabajan. 

Intenté organizarme un termito de mate rápido, pareo, bikini y vamos a la playa oh oh oh oh oh.  


Para llegar, caminé menos de una cuadra y atravesé un sendero de ciento cincuenta metros, densado de bosque, vegetación a mansalva, árboles caídos, lagartijas y cangrejos, que no recomiendo transitar de noche.  

Con alegría, puse los pies en la arena, con calma estiré la lona, con paciencia me acomodé sobre ella y con disimulo obvié la presencia de los cangrejitos que se camuflaban por mi alrededor. 

Con mucho gusto brindé con mates por la paz en mi interior y el majestuoso atardecer que se dispuso en el horizonte del oceáno.  

Caída la tarde, pasé por el súper para comprar una merecida cervecita y con naturalidad compulsiva, me atreví a "hacer las compras". 

Llegué al nuevo hogar con la dicha reconfortante de volver a casa y me instalé, literalmente.  


Listo, ya está. Casa tomada. Al diablo con Montezuma, Manuel Antonio, Puerto Viejo, Tortuguero, Bocas del Toro, San Blas y demás atracciones que ya nunca conoceré. Fiquei aqui. 


Mates, linda música, mar, palmeras, lectura, gourmet, atadeceres, bici, cervecitas, baile, charlas, licuados, abrazos, silencios, nuevos amigos y amigas de por medio, me fui quedando.  


Casi diez días estuve preguntándome cuál sería la razón para moverme o no de allí y ante la negativa de la mente y el alma, dejé de conocer un nuevo destino de este maravilloso país.  


Afortunadamente, si uno escucha adentro, siempre encuentra una explicación.  


Al fin y al cabo, día tras día, no conocía nuevos lugares, pero me iba dando la oportunidad de conocerme más a mí, ser más sencilla, más libre de mí misma y abrirme a mi niño interior. Tanta riqueza de corazón se deviene en un flujo constante de melodía.  


Una mañana, fuimos con los chicos a la playa y empezamos a caminar por la costa hasta encontrar un tronco o una linda palmera para instalarnos y así meternos en el mar. Uno de los chicos que vivía conmigo, que lleva una cruza de acento mitad mendocino y mitad costarricense, de pronto frenó, sonrió con dulzura y dijo "qué lindo aquí". Y ahí la quedamos.  


Me enterneció y pensé que hacer de público conocimiento un despertar de asombro y admiración por el momento presente, me parece un acto de libertad y generosidad sublime. 
Qué grande Ricardo.  


Con los días, me fui acostumbrando a escucharlo tirar esta simple frase cada vez que se sentía bien en una situación o en un lugar y decidía disfrutarlo y compartirlo con otros.  


Una sana costumbre siempre contagia a otros, así que no era frase de uno solo. Cien por ciento aplicable a cualquier que le pinte en serio o con gracia. 

Me encantó y a menudo fui en cantidad de ocasiones, yo también, sintiendo el tupé de enunciarla con alegría y ternura: "qué lindo aquí". 


Ay Santa Teresa. 


El miércoles me vuelvo para Buenos Aires, sin embargo, hoy domingo, emprendí la travesía hacia Panamá City, bus, ferry, taxi, avión mediante.  


Pensando en lo vivido, mirando fotos, recordando anécdotas, dejando este paraíso atrás y escuchando música, miro por la ventana del bus y con una sonrisa pianté un lagrimón.  


Apareció una cautivante emoción que me hizo suspirar mariposas y me dio saudades. Mágicamente, me llevó a agarrarme el pecho para respirar hondo y sentir bien adentro del corazón "qué lindo aquí".


Ati Irazusta
Haciendo camino al andar por Costa Rica, 21 de julio de 2013
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