Dos pisos, con los descansos suficientes, la
ventilación, la decoración y la luz necesarias para ser bien subidos por
escaleras. Ojo, también está la opción ascensor que sería dentro de todo la
parte menos apreciable. Es pequeño, amarillito, están rayadas sus paredes y no
está hecho a escuadra.
Cochera, para estacionar el
vehículo en dos maniobras rigurosas. Es muy segura, todos los habitantes
dejamos nuestras pertenencias: reposeras, bolsas de carbón, bicicletas,
materiales de construcción, cascos, cajas, hasta las llaves del auto puestas.
También hay un tacho para mantener la limpieza (en mi caso la de la bolsita de
basura que cuelga de la palanca de cambios) y un baño con ducha. Paso a explicar.
De la cochera salen dos escaleras: una que lleva al lobby del edificio y a los
departamentos de Planta Baja y otra que te lleva a la alegría de vivir aquí. Un
jardín con arbustos, algunas flores, palmera, tamaña pileta riñón y un banco de
plaza amarillo. Lo más interesante es que suele estar desierta y uno puede
sentirla como propia.
Subiendo los primeros dos pisos,
y en la letra “F” de felicidad, como
bien definió a la suya una gran amiga, nos encontramos con mi colorido, soñado
y acogedor hogar. No voy a ponerme descriptiva al respecto porque me
transformaría en una cargosa madre primeriza hablando de su bebe o en una
solterona hablando de que extraña a su gata. Sí, señores, sería algo así como
que se me cae la baba por mi home sweet
home, literalmente.
Otro encanto de mi adorable
inmueble, al cual mi queridísima abuela calificó como “a este edificio lo
hicieron con gusto, claramente el arquitecto lo construyó como un lugar donde
él viviría”, es la terraza. Subiendo un piso por escaleras o elevador, se llega
a la azotea. Que no es una cualquiera. Es una amplia superficie de membrana,
parcelada. Es decir, cada departamento tiene su cuota de espacio, con su
parilla y pileta de lavar propias. La misma extensión está delimitada por
líneas imaginarias. En mi caso, canteros con cañas. En el caso del vecino, con
enrejado gallinero. Etcétera, etcétera.
Lo que más me ha conmovido desde
que me mudé aquí, son mis vecinos.
María Teresa que me saluda con
beso y me presta cacerolas y ofrece copas en caso de que las necesite. Beatriz
que se presenta y saluda cordialmente. Pilar que es madre de mellizos y se
muere de vergüenza si sus hijos llegaran a molestar a los vecinos con su ruido
a la mañana y a la que le parece bárbaro que me divierta invitando muchos amigos
a mi casa. Con ella conversamos sobre la vida de puerta a puerta, compartimos
ingredientes culinarios y con el marido me quieren presentar a alguien para
salir.
Otro respetuoso vecino es el de
enfrente: Beccar Varela. Saluda con la mano y su apellido, se fuma un pucho en
la terraza y dice que tengo muchas amigas. Vicky del primero que se ofrece para
regarme las plantas cuando va a la azotea a descolgar su ropa. Su hijo púber y
los amigos que si accidentalmente se encuentran en el estacionamiento cuando
uno llega del supermercado, muy amablemente te ofrecen ayuda y te suben las
compras hasta la puerta. Entre otros, está Gabriel, el portero que está por
supuesto siempre dispuesto a dar una mano, un buen día, un silencio o una
charla.
Hace no más de un mes, se mudó al
“G” un chico, tipo, pibe, señor, no sé, parece joven. Tiene alianza,
desconocemos su estado civil porque en tal caso la mujer sería invisible. Vive
en un tres ambientes con balcón y tiene un auto familiar. Según Beccar Varela
es Ávila de apellido. A lo que a mí me compete, esa información resulta
innecesaria, ya que lo más atrayente de este nuevo componente del vecindario,
es que es un sujeto misterioso. O tal vez así lo decidí yo.
Nunca hay ruidos en su
departamento. Ni de baño, ni de muebles, ni de música, ni de gente. Tampoco
olor a comida sale de allí. Lo cautivante es que siempre llega 20 minutos
después de mí, sean las siete de la tarde, las once de la noche ó las cuatro de
la mañana. No me lo cruzo, nunca. Solamente escucho sus llaves girar. De
cruzarnos, nos hemos saludado de forma relampagueante. Ahora, desconozco el
motivo, pero me he vuelto muy rigurosa con la coincidencia del horario, unos
minutos pasados ya, de mi llegada.
Por cierto, ya lo tomo como un
juego. Cuando llego y mi auto baja la rampa de la cochera, me pregunto si habrá
llegado o no, si volverá hoy a su casa, si pasarán los prometidos veinte,
treinta minutos para hacerme escuchar el ruido de sus llaves que indican que
volvió a perder porque llegué primero. A veces pienso que posiblemente está
escondido en la bocacalle de la esquina ó tal vez detrás de un árbol. Entonces
cuando me ve entrar con el auto al estacionamiento, se fuma un cigarro, llama a
su madre para reportarse o decirle alguna pavada del día y así cumplir, escucha
alguna noticia en radio AM y una vez pasados los minutos que lo hacen llegar
“último, cola de perro”, arranca su coche y entra. Sube hasta el segundo y
vuelve a perder.
A fin de cuentas, si a la
cochera, el jardín, mi departamento, la terraza, la luz, los vecinos, le sumo
este juego, sigo ganando. Siempre ganando. Qué bueno.
Ati Irazusta
San Isidro, 9 de
noviembre de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario