Tenía que ir a Tigre y como en
los tiempos que corren, tomarse el tren Mitre ramal Retiro-Tigre podría llegar
a ser una de las peores experiencias que a uno le pudieran acontecer en un día
laboral, me siento un poco galardonada con lo que me pasó en aquel día gris.
Decime si no es bienvenida en
cualquier conversación de vecina una efímera nota de color en tristes días de
otoño, desaliento y riesgo país.
Este suceso estaría siendo la
primer cosecha providencial de la engualichada combinación costo – beneficio a
los efectos de ser peatón y vivir en frente de la concurrida Estación de tren
de San Isidro. No en cualquier momento, sino en uno de los peores de su historia.
A esta era de mal funcionamiento
ferroviario, podríamos llamarla, por qué no: "Epoque Delort".
Con cuánta melancolía, uno
piensa: "trenes eran los de antes" y siente el profundo anhelo de que
algún buen día todo volverá a funcionar como en los tiempos hegemónicos del
inicio de las privatizaciones, el brillo del novedoso TBA sin olor a humo, el
"Menem lo hizo" y todo ese verso que nos untaron con manteca y pan
para que nos lo morfáramos con delicia como algo bueno y genuino.
Quedarán en nuestra nostalgia
aquellos años felices en los que uno llegaba a Retiro en 33 minutos.
Calculo también que, por un
tiempo indeterminado, le seguiremos canturreando irrepetiblemente a los menos
adentrados en edad, que el tren pasaba cada 7 minutos y que si te perdías uno y
venía otro al toque. Sí, sí, en un toque.
Me siento como abriendo un
evangelio y leyendo... "En el aquel tiempo, la gente viajaba tranquila y
con buena cara..." ¿Dónde habrá quedado “aquel tiempo” santos kindergarden
Batman?!
Era algo común y corriente
encontrar a diario algún cortés caballero que dejaba sentar a una embarazada, a
una persona mayor, a cualquier gente con niños o a alguna bella dama.
Le daban realmente ganas a uno de
hacer clin-caja y meter crédito in heaven
consagrándose con "la buena obra del día", ganándose un pedacito de
eternidad al darle el lugar a algún ente en necesidad. Qué lo parió.
Otro tango cantará que, por aquel
entonces, había en los trenes guardias con autoridad que tenían la función de
controlarte el boleto con una perforadora o de ponerte una multa de $30 (o no
sé cuánto pero era un montón) si te colabas o te pasabas de estación... ¡Multas
en el tren! ¡Qué retro!
Cuánto hace ya que el
"guardia" es una víctima más del vagón y que su antiguo rol pasó a
habitar en la sana o apestada consciencia de cada pasajero. Es decir, que cada
uno, en los malos tiempos que corren, según el humor del día o la repercusión
de su última vivencia ferroviaria, estaría decidiendo con el discernimiento que
sostienen a su aquí y ahora, si TBA se merece o no se merece, que yo le pagué
el boleto.
Si se decidiera que sí lo merece,
fenómeno, pero si el veredicto del día fuera “no”, macanudo también. Si igual,
al final del día. ¿a quién demonios le podrá importar quién paga y quién no? Si
nadie dará la cara, ni explicaciones por nada y de cualquier forma, llegaremos
tarde y de todos modos, viajaremos apelotonados.
En fin, quedarán en el recuerdo
los pasajeros amables y sus caras frescas; los asientos nuevos, mullidos y
brillantes; los tachos sin rajaduras y las eternas esperas en la estación de
Victoria o la lentintud excesiva en Lisandro de la Torre, como algo exclusivo y
excepcional.
Esperar el tren era algo
rarísimo, era algo de martes 13. No era algo obvio. No era un supuesto básico
del trajín.
Pero qué le vas a hacer, las
cosas se han empobrecido y lamento decirle: "No señor, la teoría de que
aumentó la población y de que hay más peatones, vaya a cantársela a Gardel.”
La realidad es que hay menos, por
no decir nula, frecuencia de trenes. Lo cierto es que hay más autos que antes,
pero hay menos frecuencia de trenes. Es cierto que hay más tráfico, pero como
hay menos frecuencia de trenes, es más la gente que se sube al auto intentando
obviar el viaje en tren. Es verdad que hay cada día mayor cantidad de gente que
no quiere trabajar en el centro y se
replantéa su trabajo y su existencia porque como hay menos frecuencia de
trenes, las demoras son eternas y las esperas son realmente favorables para los
replanteos existenciales.
También es una realidad que se
viaja como sardinas, pero es porqueeee... all
together now!: “Hay menos frecuencia de trenes.” Y punto.
Ahora al menos, han puesto en
cada estación un cartel al que denominaría: "The final countdown" que te contabiliza la espera, calibra la
ansiedad, armoniza la incertidumbre y te anima a fumarte el pucho de la espera
sin pensar que vas a tener que apagarlo por la mitad.
Con esta nueva herramienta
tecnológica, uno sabe cuánto tendrá que esperar y así está habilitado para
especular. Uno puede decidir si es conveniente optar por acceder a otro medio
de transporte, tomar asiento en el andén, ir al baño, llamar a su abuela,
terminarse el libro, atender a un vendedor de buen modo, ir a ver vidrieras,
comerse un pancho, hacer un dibujo, descargar un programa, rezar el rosario,
escribir por qué no, un libro. Ó en el mejor de los momentos de lucidez mental,
optar por disimular un saludo que te podría evitar una conversación
imperecedera e irremontable con alguien que no hubieras saludado en tu vida y
mucho menos que menos entablado una conversación de una hora.
¿No será una solución más viable
ante esta falta de respeto al mundo, la de poner wi-fi en las estaciones? Y bueno,
lo dije, de pronto, me pareció, tal vez no lo sea. Bla bla bla.
Redondeando… la cuestión era que
llovía, tenía ir a Tigre y lo más probable era que se venía para rato el plantón
en el andén y llegada tarde, agudizando así la destemplanza de aquella garúa
otoñal.
Y mientras permanecía con desidia
en mi departamento de Cosme Beccar, organizando qué iba a llevar en la cartera
y si llevaba o no paraguas o piloto, escuché tic tic tic... Con curiosidad y expectativa, me atreví a asomarme
por el balcón y divisé al tren aparcado en el andén.
Pensé "que vaya al centro,
que vaya al centro" y plum, salió el tren para el centro nomás: ¡Oh! ¡Sí!
Como perduró el tic tic tic y continuó la barrera baja,
me dije: "Esta es la mía!"… Me colgué la cartera al hombro, caché el
abrigo, pelé llaves y bajé corriendo corriendo por las escaleras (tal como lo
hago todas las mañanas de mi vida cuando me doy cuenta que estoy nuevamente
llegando tarde).
Algo de entrenamiento en corridas
de toros, claramente he de tener.
Crucé la calle sin peligrosamente
mirar para sendos lados y vi un tren que pasó hacia el norte y que frenó. Crucé
al trote la vía, esquivé gente lenta (que camina normal) en el molinete sin
molinete de Alem, corrí al son del "¡dale que llegás!" de un oportunista
de los comentarios, y… talentosamente llegué al andén del mejor tren del mundo:
¡el que me pasa a buscar por casa!
¡Qué linda es la lluvia! ¡Qué
bueno que todos los santos días el tren canté su arroró adentro de mi casa!
¡Alegría y ferrovías!
Gracias a Dios, todos los días la
vida nos refresca algo:
“Es
de sabios cambiar de opinión”
y para el caso, “¡Andal en tlen es de lo
mejol!"
Ati Irazusta
En sus marcas, preparados,
listos, ya, del 2 al 13 de mayo de 2013
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