Hace
dos días que vengo jugando a la mamá con mi sobrino y ya puedo reconocer que
esto de hacer pooles y llevar y traer me pone bastante de la nuca. Digo esto,
visto y considerando que mi coche turbo diesel modelo 95, no facilita ni mejora
el asunto.
Ya
van casi ocho meses de la última vez que me dejó plantada por un temilla del
arranque. Nada decidí en su momento, ya que Juan Carlos definió que sería un
arreglo que partiría de los mil quinientos mangos. Probá Days y olvidate, ok,
lo dejamos ahí. Y allí quedó nomás el proyecto de arreglo del auto junto con
los deseos del nuevo año.
Mi
blanquito demora básica y generalmente unos quince, veinte segundos en
arrancar, pero arranca che. Sobre todo cuando las esperanzas del copiloto o las
personas que se detienen a mirar con atención el semejante desafío ya estaban
perdidísimas. Y como yo creo firmemente que la paciencia todo lo alcanza,
siento su marcha sonar y con alegría me la re banco. Sumado claro, al voto de
confianza que le deposito cada mañana al brindarle una mirada penetrante y
amenazante al tablero para que reaccione con éxito. Y tras la expectativa de
logro cumplida, le doy una palmadita agradecida al volante, como si fuera un
caballo que te acaba de dar un buen galope. Buen chico.
Volviendo
entonces, les cuento que no es solamente el arranque el que retrocede tres casilleros
en mi entusiasmo de ser un chofer de niños, sino que también lo han debilitado
el concierto de Sodoma y Gomorra que estila el vehículo en cuestión, enseguida
de hacer nueve kilómetros por calles vecinales.
Recorrido
a través del cual uno pasó con paciencia y se tragó con odio unas veinte mil
lomas de burro, atravesó cuatrocientos baches, circuló legendarios y brutales
empedrados, traspasó malparidos serruchos y zanjeó profundos badenes... Y así,
consecuentemente el semieje empezó a sollozar, las vieletas a desinstalarse,
los amortiguadores a chillar, las correas a histeriquear con los cilindros y la
carrocería a desmantelarse paulatinamente. Sería algo así como un tremendo
puterío de agonías que, con mucho gusto sublimaría poniendo reggaetón a todo
volumen si tan sólo tuviera un estéreo o similar.
A
este panorama donde ventajean el malhumor, los semáforos en rojo y la desdicha
de ser padres hoy y solamente hoy, le vamos a agregar un ingrediente ácido para
que todo esto acabe en una tremenda amargura. Si soltamos un poco la
imaginación y nos dejamos llevar… vamos a suponer que esta tía voluntariosa,
que tuvo la gran idea de llevar a su sobrinito con un amiguito al teatrito a
ver una obrita re divertida, cuando llegó a la boletería, le avisan que no hay
más entradas. Sin prisa y sin pausa y llena de alegría y cariño, decide ir con
los frustrados niños a jugar por el bosque mientras el lobo no está y caminar
por los senderos embarrados y temerosos de la Reserva Ecológica aledaña, fingiendo
que es muy valiente y que no se asusta con cada aleteo de pájaro que sale de
latigazo de atrás de una planta frondosa o de una macabra laguna cargada de
agua estanca. Nadie nota sus emociones que bien sabe esconder… todo bien
entonces, programón, final feliz. Hip hip hurra. Redondeamos la tarde de Kevin,
creciendo con amor con un pool de vuelta y una harta y cansada puesta en
evidencia de la tediosa carga acumulada.
Claramente,
manejar y todo lo que ello significa, es un don entregado a otros que no soy yo.
Ni que pensar en la remota idea de esquivar alternando atajos un par de
semáforos con colas de tránsito y desorientarse en el recorrido de retorno al
hogar. Llegó el todo mal, cuando para evitar un embotellamiento, agarro una
calle de nombre conocido pero de longitud desconocida.
La
misma no sólo no termina nunca sino que también tiene tanta curva que te lleva
al agujero negro de la rosa de los vientos. ¡Me perdí! ¿Dónde estoy? “¿Dónde
estamos?” Le pregunto a mi sobrino que ya venía sintiendo mi exacerbación y prefirió
mirar por la ventanilla pidiéndome que
no le hable porque se desconcentra cuando mira casas. Tiene tan solo cinco. Lo
que nos espera.
Ahora
perderse estando al volante no es un detalle menor, para el caso de los
conductores soberbios como yo. Llamo soberbios o engreídos a los seres que
poseen una mente Filcard, que se conocen las alturas y las calles de casi todos
los barrios porteños y suburbanos, y por ende, jamás preguntarían nada a nadie,
ya que supuestamente llegan a todos lados sin decir ni mú ni demostrar desconcierto alguno.
Los
orgullosos somos los que solemos alcanzar satisfactoriamente nuestros destinos
y nos regocijamos dando instrucciones de cómo llegar desde Cochabamba y
Pichincha hasta el hangar de Liniers. Hemos dedicado años de nuestras vidas
registrando y almacenando locaciones, líneas de colectivos, combinaciones de
trenes y subterráneos, calles manos y contramano, atajos, carriles exclusivos y
callejones sin salida. En resumidas cuentas, hemos sido cadetes al menos por un
semestre o hemos tenido la desgracia de tener que andar yirando por la urbe durante
extendidos lapsos de tiempo.
Somos
los que perdimos autoridad con la aparición del "cómo llegar" de
Google maps y si bien, le consultamos a escondidas, nos da cierta envidia que
centenares de amigos que contaban con nuestro know how y a los cuales les hemos
hecho de Guía T durante años, se hayan vendido a la aplicación GPS de sus
insignificantes celulares y nunca más hayan vuelto a contar con nuestra
astucia.
Viajamos
con microscópica tolerancia a la frustración y nos pincha el ego cuando
las vueltas en círculos se hacen
fastidiosas y terminás cediendo, aceptando la derrota orientativa y recurriendo
a las referencias del ambiente: algún que otro cartel o llegado al caso
extremo, se intentaría divisar a un peatón que te pueda indicar alguna instrucción,
si bien probablemente ante la segunda directiva, te pierdas y de nada te sirva
la pulgosa rendición.
A
esta altura del partido, entre el desgaste automotor, mental y local, lo más
recomendable fue respirar hondo y buscar el poste de calles de la esquina. Al
distinguirlo, leo que dice: Ernesto de las Carreras la que voy y Ernesto de las
Carreras la que corta.
Ufff.
Estoy entre Ernesto de las Carreras y Ernesto de las Carreras. Las dos doble
mano, las dos el mismo nombre. Pausa. Me río y pienso en el Ernesto de la obra
de Oscar Wilde. En el profundísimo e irónico afán de este personaje por hacerse
el serio, hecho y derecho que llega a correr el riesgo de perder su honestidad,
por encubrir su esencia y sus deseos para el bien de otros.
Suspiro.
Pienso en mí. En mi vida. En si me importa el qué dirán. En si alguna vez me
importó. En los mandatos. En qué esperan de mí. En qué espero de mí. En qué
quiero, quién soy, qué llegué a ser. En si vale la pena avanzar por este
Ernesto o por este otro Ernesto. Pienso en la felicidad. Pienso en el confort.
Pienso en cuánto me gusto en mis logros. Pienso si soy honesta con mis deseos
más profundos. Me doy cuenta que no lo soy. Asumirlos sería sentirme rendida y
yo no sé sobre eso. Me acostumbré a alimentar el fuego que da calor y no el que
me quema. Expiro con una sensación de queja y dolor cuando escucho a mi sobrino
decir: “¿vamos?”
Lloro
disimuladamente y avanzo con intuición hacia la izquierda. Siento la
desorientación en todo el cuerpo. Hacemos dos cuadras y llegamos a territorio
familiar, entonces retomo con confianza el camino que nos lleva a casa.
Exhaustamente
agotada, recibo el llamado de un gran amigo que me está esperando para
compartir unos mates, sacudirme el alma y reformular mis desencantos. Qué justo
y generoso ha sido el Universo conmigo hoy. Si no creo, reviento.
Ati Irazusta
Literalmente mirando
al sudeste, 18 de julio de 2012
Sos lo mas!!
ResponderEliminarMuy pero muy pero muy jodidamente grosa.
Male
Linda linda!!! gracias! me emocionás!
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