Si
hay algo que nunca me hubiera imaginado que me iba a pasar era que dedicaría mi
vida a la docencia.
No lo mamé en casa ni entre mis amigos, tampoco en el colegio.
Simplemente por descarte y por sondeo vocacional, después de naufragar
en una licenciatura frustrada, un día como segunda tentativa de dar una vuelta
de tuerca, me encontré averiguando una carrera que jamás se me hubiera
ocurrido.
Y tras una partida de póker con amigos, decidimos que valía la pena
invertir tres semanas en un curso de ingreso de diez pesitos para ver qué onda.
Al fin y al cabo, decidimos que con dos horas de clase estaríamos amortizando la
cuota.
Me inmolé entonces a la cursada y en el transcurso de los días me
terminé entusiasmando a tope. Con el correr de los meses, decidí perder cada
una de las tardenoches que luego de cinco años había recuperado y me fui
transformando en la reencarnación de Etelvina.
Particularmente un ineludible divague o una sincronicidad pura. Insisto
en este punto últimamente: dar en la tecla con el tiempo y el espacio para que
algo inimaginable pueda suceder. Y pasó nomás.
Diez años ya acontecieron desde aquella osada y delirante prueba piloto,
y creo que no me alcanzan las palabras para agradecerle a la vida este
maravilloso regalo que me brindó.
Esta profesión ha regado hasta las semillas más recónditas en lo
profundo de mi alma.
Han brotado de mí flores de creatividad, música, movimiento, juego,
energía, disciplina, estrategias, compromiso, naturaleza y un arco iris de
alegrías impensables en mi idea de mí.
Para mí, ser maestra es recibir al menos una vez por día un soplo de
felicidad.
La felicidad de momentos eternos servidos en bandeja. Cuántos regalos.
Una mirada, una sonrisa, un razonamiento, una cartita, un esfuerzo, un canto,
un saludo, un paso, un secreto, un cuento, un descubrimiento, una sorpresa, una
palmada, una palabra de aliento, un halago. Tantos otros...
Esos detallecitos, que se dan con total naturalidad en la clase, en el
patio o en algún pasillo.
Son esos instantes los que hacen de cada día una conmovedora y dinámica
experiencia de intercambio en la diversidad. Los que engrandecen mi alma y
agudizan mi mirada hacia el otro. Los que afinan la melodía de mis ideas vagas
y opiniones testarudas. Los que me comprometen hasta las entrañas a renovarme y
recrearme permanentemente en el arte de aprender y enseñar.
Y son estos presentes de eternidad los que hacen que, a
pesar de todo, o quizás por todo, pueda levantarme con despertador y astucia
antes del alba cada puta mañana con la mejor de las energías.
Hoy, después de una década en la que relaciono al 11 de septiembre con
la gracia de haberme encontrado con esta mágica vocación y no con la jeta
fruncida de Domingo Faustino, su espada, su pluma y su palabra, pienso que me
volvería a sumergir en la aventura de esta tarea una y mil veces por el resto
de mi existencia.
Afortunadamente esta es mi lucha, mi vida y mi elemento.
A todos mis alumnos, paralelas de grado, compañeras de laburo,
coordinadoras y directoras de todos estos años de docencia convividos, les
agradezco enormemente su voto de confianza, desafío profesional y fuego
alentador que me han llenado de cariño y alegría todos estos años.
Ati Irazusta
Un templo de amor me ha levantado y en él sigo
viviendo, 11 de septiembre de 2012
http://www.facebook.com/notes/ati-irazusta/honor-y-gratitud-y-gratitud/423296084394970
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