Habíamos planeado con mi hermana
salir andar por la mañana en bicicleta. Dios mediante me cancela al alba y
postergamos el paseo para la tardecita.
Logramos concretar el plan pasada
la tarde: mate en mochi y ganas de sentir la brisa del río acariciar nuestras
mejillas, despeinar nuestros cabellos y sentir que al menos por un rato, las
preocupaciones quedaron del otro lado de la vía. Realmente recomiendo este tipo
de promenades y agradezco vivir cerca de la ribera.
Era tan maravillosa la vista y
tan fresco el aire que respirábamos, que confieso por un momento nos
consideramos parte de un panorama de playa.
Al mate no lo cebamos porque
comenzaba a caer la tarde y pensamos que era mejor no pedalear en la noche sin
balizas. Por lo tanto, emprendimos la retirada. Ella se adelantó. Yo respiré
hondo, “le eché la última mirada” y encaré la senda.
Resultó ser que la belleza del
paisaje del río y los pibes-púberes-reggaetoneros que levantaban campamento a
unos metros de allí, me distrajeron y le perdí la mirada al vial costero.
Se dice que hace dieciséis mil
millones de años, en Buenos Aires también han habido movimientos tectónicos y
las placas divergieron desafortunadamente en una falla geológica en la puta
bicisenda de Paraná y el río, sin señal precedente que lo indicase.
Tras la barranquilla que no vi,
socarrona y horrorosamente acabé derrapando en el medio del evidente sendero
declinado sin aviso de lomada. Podríamos llamarlo “un vuelo bautismo” con
aterrizaje lamentable. Rodilla y codo de lleno al áspero y rugoso cemento, pose
de bicicleta recostada y enroscada en el suelo. Demonios, un final tragicómico.
Mi reacción tuvo que ver conmigo
claramente: “Me hice mierda, qué pelotuda.” Dos chicos que pasaban caminando,
se detuvieron para ayudarme, pero sin actuar. Los miré riéndome y les pedí que
me sacaran la bici entrelazada de encima de mi cuerpo. Me ofrecieron levantarme
y les dije que gracias, pero que prefería quedarme un rato en el piso.
A todo esto, mi hermana que se
había adelantado con su bicicleta de paseo, escuchó el impacto del ciclista
contra el pavimento y prácticamente sin dudarlo, supo que se trataba de mí. La
paja que le di por Dios. Se acercó y nos tentamos.
Me quejé un poco antes de
emprender la retirada y sin mayores inconvenientes y bastante sangre, volvimos
al punto de partida.
Mi adorable hermana se las tomó a
una comida de fin de año y los paramédicos que nunca llamé, nunca llegaron. En
banda totalmente, busqué agua oxigenada en mi botiquín y frente a la impresión
que me generan este tipo de intervenciones, me nublé y no la encontré. De algún
modo lo tenía que resolver. Lo iba a resolver.
Salí al pasillo del departamento
descalza y escuché al ascensor subir. Listo, mi salvación. Llegaron mis vecinos
y les dije que los estaba esperando. Me saludaron y vieron mi pierna roja
ensangrentada y coja. Pasé a su casa y me socorrieron con una tensa curación
con el previo anuncio: “Te va a doler como la puta madre”. A lo que respondí:
“Es peor irse a depilar”.
A mis lesiones le echaron un
festival de desinfectantes antisépticos transparentes y coloridos y ardientes
talcos cicatrizantes. Me invitaron a comer y me ofrecieron que los llamara
llegado el caso de necesitarlos. Creo que quiero que me adopten.
Les agradecí de corazón y una vez
en casa, me quedé pensando en la vida, en las personas amables, en los cambios
del camino y en las bicicletas.
Definitivamente, andar en
bicicleta es como la vida; para mantener el equilibrio hay que seguir
avanzando… y cuando lo perdés o te despistás, te vas a la mierda, te duele
mucho y descubrís que hay un montón de gente linda a tu alrededor dispuesta a
ayudarte.
Ati Irazusta
Coja y roja, 28 de
diciembre de 2011
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