Al paisa lo conocí en un viaje a
Perú hace algo de tres años atrás. No mantuve contacto, ni sabía nada de su
vida, simplemente sabía cómo encontrarlo, y así fue cuando nos decidimos por
Colombia.
El caso es que el man me mandó mails con recorridos
convenientes para hacer en el viaje y también me paso su celular.
A las dos horas de llegadas a
Medellín, salimos a comprar minutos para llamarlo y ver qué onda.
Pasados los diez minutos de
aquella conversación telefónica, ya había pasado a buscarnos y llevado de paseo
por los alumbrados y a comer arepitas típicas de sus pagos. Para no ser menos
nos invitó a una cantina tanguera a tomar unos roncitos y al día siguiente a
bailar salsa en un bar bohemio, donde una banda tocaba en vivo.
Este día nos fuimos con una nueva
promesa: pasar el fin de semana en la finca de su familia, si y sólo si nos
animábamos. ¿Cómo?
Obviamente cancelamos una noche
en el hostel reservado y nos organizamos para que eso aconteciera.
Llegado el sábado, a las ocho y
media de la mañana nos pasaba a buscar Santi, el paisa, por la puerta del hostel. Desayunamos y esperamos sentaditas
en la vereda. Nos recogieron en una camioneta japonesa, doble cabina y cajuela.
Santi al volante, Don Virgilio (su padre) de copiloto, Luis Ángel (el experto
en ganadería y récord mundial en tamaño de manos y grosor de dedos) y Paulita
(la novia) atrás. Es decir, por las próximas tres horas Agos y yo nos debíamos
sumar a ese asiento trasero como piezas de tetris.
El pueblo de la finca se llama
Carolina del Príncipe, hacia allá nos apretujamos y fuimos intercalando para
ganar comodidad por turnos. Es un pueblito colonial lindísimo, de callecitas
angostas y coloridos balcones. En la plaza hay una estatua de Juanes porque su
familia y él son de allí. Lo consideran un “parcero” que significa buena onda,
ya que lucha por una buena causa social que desconozco.
Fuimos a la casa de Yola, la tía
de Santi, a dejar nuestras mochilas y fue ella quien nos invitó un refresco en
la plaza antes de continuar con la última parte del viaje. Pasamos por una
llantería y nos dirigimos hasta una represa. Allí aparcaron la camioneta y
bajamos por unas escaleritas hasta el lago, donde nos iríamos en lancha hasta
la finca.
Montados Pauli y Agos en la proa,
Luis Ángel y Don Virgilio en el medio, y Santi y yo en el volante, vivimos el
sueño de compartir unas cervecitas navegando por un lago rodeado de montañas
verdes.
Una vez en tierra, descargamos
todo encadenados y trekkineamos hasta el caserón. La finca se llama Hacienda Tenche
y está a 2.115 metros
sobre el nivel del mar. Los accesos son complicados, ya que no hay una
carretera aún, entonces se llega a través del “lago”, caminando o a caballo por
un sendero que sube y baja una montaña.
La finca estuvo abandonada quince
años aproximadamente, según nos contaron. Los antiguos dueños la dejaron en la
época fuerte de la guerrilla porque aparentemente era una zona de mucha
violencia. El primo del paisa, que
administra una hacienda por ahí, se enamoró del lugar, como para no, y acabó
comprándose una parcela con vista al lago. Y que pin que te pan, Don Virgilio y
su socio, que también trabajan con el campo, fueron convencidos por sus dos
hijos para comprar Tenche, así, como venía, con todo. Hace tres años que no
cansan de ordenar, descartar lo desechable, pintar y refaccionar lo primordial
para arrancar.
La casa es de los años sesenta y
los muebles, sillones, sillas mecedoras, alfombras, mesas, meditas, camas,
azulejos, comedores, copas, arañas, cuadros, adornos, revistas, libros que
habitan en ella, demuestran pudiencia, viajes, lujo, mundo. Difícil descifrar
quienes habrían sido una vez sus dueños. Vaya uno a saber. Una casa enorme, con
preguntas y misterio, fría y acogedora, oscura y luminosa, que se yo, de
cuento, increíble.
Almorzamos rico y abundante, se
largo a llover y nos quedamos tomando cerveza en el living, tranqui. A la
tardecita, nos fuimos caminando con un vinito a la casa del primo que está
cerca del lago. No se si nos esperaban, pero sí sé que nos recibieron amablemente
con unos quesitos deliciosos y unas papitas Pringles. Volvimos caminando,
sorteando obstáculos, saltando piedras para cruzar riachos y siguiendo senderos
imaginarios, en medio de la obscura noche sin luna, a la luz de una linterna.
Nos esperaban en la casa con unos choris y más cerveza.
Antes de irnos a dormir,
intentaron Santi y Pauli prender el fuego de la chimenea. Con poco éxito, nos
bebimos unos roncitos y comimos chocolate. Se fueron a dormir y se reavivó un
poco el fuego. Tal vez lo suficiente para decidir quedarme ahí, acostada,
envuelta en una manta, mirando, leyendo, siendo.
A la mañana siguiente, domingo,
vino a eso de las seis y media, Santi a despertarme para la ordeña. Intente una
vez ordeñar, pero no desarrollé la técnica de “aprete y tire”, y colgué. Me
quedé mirando la habilidad de Raúl, el ordeñador. Volvimos y nos esperaban con
un desayuno intenso de arroz, arepa, queso y huevos revueltos. Me preparé unos
mates y pensé que no volvería a tener hambre en las próximas diez horas, pero no
fue así.
Se despertaron las chicas,
charloteamos y desayunaron para irnos por un sendero bordeado de plantaciones
de caña de azúcar hacia el corral donde vacunarían y marcarían al ganado. Nos
colgamos de la cerca del corral a observar y estuvimos un rato. Caminamos con
los pelados (niños) del lugar hasta un río para saciar nuestra sed.
Pasado el mediodía y a la espera
de los caballos ensillados, partimos los cuatro jóvenes montaña arriba,
agradeciéndole a Dios el hecho de no tener que hacer el dificultoso camino
nivel 5 a pie. Paisajes increíbles,
barro, mucho barro, barro amarronado, anaranjado y amarillento, imposible
transitarlo peatonalmente, vegetación de selva, moras, cañas, senderos,
piedras, lago, montañas, de no creer. Después de una hora cuesta arriba,
llegamos a la cima. Ahí desensillamos y nos despedimos del jinete colombiano
que nos había guiado durante los últimos cinco días.
Seguimos las tres niñas
descendiendo velozmente hacia el pueblo para alcanzar la buseta a las tres y
veinte de la tarde. Eran las tres y veíamos a lo lejos la iglesia de la plaza;
signo casi tan frustrante como cuando uno ve la Basílica de Luján en la
peregrinación de octubre y ni siquiera está a tres cuartos de camino. A paso
acelerado seguimos por callecitas hasta la ruta. De pura casualidad, pasó una
moto con cajuela y nos montamos en ella. Y así fue como milagrosamente llegamos
cinco minutos antes del horario de partida. Avisamos en la compañía de buses
que iríamos a buscar el resto de nuestro equipaje ahí cerquita. La tía Yola,
nos recibió con un vaso de Coca Cola. Lo mejor y más preciado dentro de nuestro
acaloramiento.
Viajamos dormidas hasta Medellín,
cogimos el Metro, apretadas como culo de muñeca, hasta lo de Pauli, donde
gentilmente recibieron a estas dos desconocidas como a unas reinas. Nos
bañamos, comimos un tostado y tomamos un jugo de fruta. Una vez limpitas y
listas, nos llevaron los padres de Pauli hasta la terminal para pasar toda la
noche en el bus y llegar temprano por la mañana a la dorada, cálida y amurallada
ciudad de Cartagena de Indias.
Y pasando del frío al calor; del
verde de las montañas al azulado turquesa del Mar Caribe; y por qué no del
cansancio de la altura al relax de la playa, los masajes y el sabor de más
cervecitas colombianas, vislumbramos que Medellín no había sido una ciudad más
que visitamos en nuestro viaje por Colombia, sino que sería un lugar que
viviría en nuestro corazón como un recuerdo delicioso por el resto de nuestras
vidas.
Definitivamente este paisa era el medallón de Medellín, y
nosotras habíamos tenido la buena fortuna de haberlo encontrado.
Gracias Santi y Pauli por
compartir con nosotras un pedacito de su corazón y de su querida tierra.
Ati Irazusta
Medellín, primeros días
de enero de 2011
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