Uno de los sitios turísticos más
recomendados para visitar es el Pier 39, por lo tanto, y como era de esperarse,
aprovechamos el día bonito y soleado que hacía para caminar un rato por la vera
del mar. Nos acercamos hacia el destino señalado en un vagoncito de cable
carril que nos dejaría a unos minutos de la costanera de la moderna ciudad de
los gigs y los gays.
Luego de bajarnos del trencito,
caminamos menos contentas por subidas y más contentas por bajadas de la
encantadora metrópolis californiana observando sus casitas de colores pasteles,
las puertas y escaleritas, unas callecitas soñadas, la verdad. Esas callecitas
también tienen su "no se que", quelevachaché.
Al rato y con un poco de hambre,
llegamos a la zona del Puerto "no Madero" y, como era sábado, el
paseo no sólo estaba plagado por la turisteada asiática y del resto del mundo,
sino que también la compensaban a tope los locales.
Había en las veredas de la rambla
de los estilos más variados y creativos de muestra artística callejera que se
te pueda ocurrir. Negros rapeando en duelo; un tecladista con parlantes y
micrófono entonando músicas para apretar; estatuas vivientes de todos los
colores; hombres de cuerpo entero y atuendos pintados con aerosol dorado
haciendo movimientos robóticos; danzarines; gente homeless con carteles
ocurrentes; hasta un tipo sosteniendo unas ramas de libustrina, escondido
detrás de ellas para asustar a los pedestrianos que pasaban por ahí y hacer
reír a las carcajadas a aquellos que esperaban que ello sucediese. Todos
mostrando y pidiendo a cambio alguna moneda para su lata o sombrero. Sí, algo
así como la calle Florida.
Lo que no sabíamos ni esperábamos
encontrar en este lugar costero y llamativo, era la oportunidad de participar
de un espectáculo al aire libre de otra magnitud. Para nuestra sorpresa, esta
nueva oferta era gratuita y se podía asistir sin horarios de comienzo ni número
de fila ni asiento.
Y con buena fortuna, ahí nos
encontramos, sin previo aviso, mirando azoradas y sonrientes a los vastos
protagonistas de este show callejero que no exigía ni mendigaba propinas.
Si bien era un escenario bastante
conocido para nosotros los porteños, nos detuvimos por un rato a observarlo con
atención, ya que no dejaba de ser atrapante y conmovedor.
Quien alguna vez en su vida ha visitado,
paseado, respirado el aroma no agradable del puerto de la Ciudad Feliz y a
pesar de ello haber sonreído, puede fácilmente dilucidar sobre qué estoy
hablando... y así de fácil le será también, teletransportarse a la escena que
paso a describir.
En unas balsas de madera que no
se irían a naufragar ni partirían a la locura, se encontraban todos ellos, los
personajes principales de este cuento. Eran más de una decena de lobos marinos
tomando sol, relajados, compartiendo un sábado entre amigos y familiares. Los
observé entrelazarse, conversar, jorobarse para darse un mimo, reírse y
acompañarse.
Me pareció entretenido y
enternecedor, entonces me quedé por unos minutos tal vez de más porque lo
conocido, amoroso y familiar a veces es poco común.
Quise estar y ser con ellos, y
después pensé "Qué suerte que los ví". Al mirarlos me sentí muy a
gusto.
Desde ese sábado de enero en
adelante, viví muchas experiencias que me hicieron olvidar ese momento hasta el
día de hoy.
También sábado, también soleado
como el día aquel, tuve hoy la gran alegría, después de tantos días lejos, de
recibir en quince abrazos, los conté, el cariño de la familia y de los amigos.
Miradas, cuentos, carcajadas,
gestos, charlas y compañía. Qué suerte tengo, me sentí tan a gusto.
No por nada, supongo entonces, mi
corazón le pidió a mi mente que evocara el recuerdo de los lobitos cariñosos.
Tal vez, en alguna otra vida haya
pertenecido a una comunidad marina, gorda y remolona fundada en el cariño y el
calor de los que te rodean. Ma' que tal vez ni ocho cuartos, fui parte, sin
dudas.
Ati Irazusta
Sonriente, agradecida y
querendona, 12 de febrero de 2012
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