Para el caso de nuestro trip
2012, podría decirse que fue algo bastante excepcional, ya que lo único que
teníamos planeado con seguridad eran los horarios y fechas de los aviones que
nos iríamos a tomar durante las cuatro semanas que nos durarían las tan esperadas
y prometidas vacaciones. Habíamos decidido por lo tanto, luego de unos días de
arrancada la odisea, organizar, lo único que sabíamos con certeza que nos iba a
pasar, en un calendario trazado a mano sin regla ni proporciones apaisando el
dorso de una hoja rayada que ya había sido usada con otro fin. Este fue el
tesoro que conservaríamos en el portadocumentos llegado el caso de realizar
alguna consulta a lo largo del trayecto.
Para darle fuerza a esta idea,
paso entonces a realizar un rápido y mental recuento especulativo hasta el
momento y me atrevo a decir que la mayoría de los programas que pegamos fueron
no programados con antelación. Y sí... claro, fueron más bien liberados a la
espontaneidad, las sugerencias, la comodidad, las oportunidades, la economía,
la inconsciencia y las ganas de cada día. Pucha que tuvimos bastante suerte.
Y cómo fue pasando el tiempo,
mamita. Hace ya más veinte días que venimos viajando. A lo largo de cada una de
las más de doscientas cuarenta y pico horas despiertas, fuimos viendo y
participando de paisajes y programas increíbles, a veces más activamente y
otras de una forma un poco más pasiva, y no por eso han dejado de ser todos
demasiado alucinantes. Guau, habrán visto las fotos. Ni siquiera estoy segura
si tengo la energía suficiente para procesarlo todo.
En ocasiones la vida viajera y
esta realidad me resulta un tanto
“overwhelming”, y digo así en
inglés por no encontrar palabra que signifique todo lo que me parece que ésta
abarca. La misma se traduce como arrollador, aplastante, abrumador,
irresistible, agobiante, imperioso, incontenible. Ufff. Mucho, demasiado muy
mucho para mi almita querida.
Paseamos por grandes ciudades,
conocimos gente linda y nos divertimos, pero por la tarde, casi anocheciendo
del anteúltimo martes de fin de mes, el panorama de viaje cambió. Después de un
árduo e incómodo viaje de avión, llegamos con alegría al calor de Maui. Una de
las diecinueve islas del archipiélago más aislado de la Tierra. Allí nos
esperaba Juli, una amiga de una amiga de mi hermana (una bendición), y nos
recibía con collares de caracoles y un matecito listo para compartir en el
temprano atardecer de la playa de grandes olas.
Antes de llegar a este destino
paradisíaco, nos habíamos pseudo informado y averiguado con amigos sobre
algunos spots obligados para visitar. A esta data, decidimos sumarle la
representación vaga y netamente merchandaiseada que estaba en nuestras mentes
sobre este lugar.
Al menos para mí, las veces que
había escuchado hablar de Hawaii, a mi mente habían venido playas preciosas; el
saludo "aloha"; la musiquita "Alohawaii" con mujeres de
cabellos largos y oscuros que usan collares y coronas de flores, corpiños de
coco, polleras con pastos y te hipnotizan con sus danzas y movimientos de
brazos y caderas; muchos surfers; olas super gigantes de temer; el saludo
hangloose (shaka); una camisa floreada puesta en un Adam Sandler enamorado de
una chica que ni siquiera se acuerda de él; un ukelele; a un gordo sumo con
camisa de palmeras... Que se yo, ni mucho menos ni mucho más...
Algo sabíamos che, o al menos eso
era lo que creíamos, dejándonos así tranquilas y con la ilusión de descansar un
rato echadas abajo de una palmera, y de este modo liberarnos del rol de turista
en la enorme ciudad por unos días.
Habíamos estado en contacto con
Juli desde la semana anterior para organizar nuestra llegada y estadía en su
casa. No nos conocíamos personalmente, pero bastaron unos segundos para
olvidarnos de esa realidad. En uno de los tantos mails que nos habíamos mandado,
la rubia nos había tentado con un programa que comprendía a los primeros dos
días que pasaríamos en la isla en su totalidad.
La verdad es que su entusiasmo en
la increíble aventura propuesta nos obligó ciegamente a aceptar su ofertón,
llame ya, ya no llame, se vendió.
La mayor cantidad de veces que
uno expresa la palabra “sí”, básicamente no tiene ni la más remota idea de las
implicancias que acompañarán a tan insignificante combinación monosilábica. Y
escribo esta obvia e ingenua estupidez pensando en lo que me dolieron las
piernas, los brazos, la espalda, biceps, triceps, cuadriceps, pentaceps,
quincuagesimaceps y el empeine.
Paso a describir entonces, el
alto contenido de compromiso mental, físico-corporal y espiritual que nos
demandó expresar afirmación tal. En este caso, le habíamos dicho sí a una
caminata de veinte kilómetros por el cráter del volcán Haleakala, bestia
dormida durante los últimos doscientos años. Nunca nadie habló de un volcán
apagado. Mirá si venía el príncipe de las cavernas y de un chupón lo
despertaba, al mejor estilo Bella Durmiente. Mejor no pensar en esas pavadas,
no vaya a ser que sea una buena idea para alguien que no vemos.
En fin, personalmente y un poco
más naif, me había imaginado un capítulo de los Backyardigans, sí señores, el
dibujito animado para niños de 0-24 meses, en el que Unikua, Tyron y Pablo se
meten en el cráter de un volcán en Hawaii, de roca roja y lava ardiente para
buscar una pelotudez. Capítulos grossos si los hay.
Pero no, nada que ver. Pienso
que, una vez iniciada la travesía, al caminar entre las nubes o sobre ellas, me
sentí más cerca de la Tierra
de Mordor y todo lo que eso significa. O podría decir que me sentí besada por
los dementores de Azkaban cuando luego de casi cuatro horas de cuesta arriba
perdí la voluntad, me ganó el cansancio, la soledad y la inseguridad de haberme
quedado última pachorra, cola de perro y que me ataque un pato no-exótico en
extinción al que hay que ahuyentar quedándose uno quieto como un
espantapájaros.
Mi persona era cien por ciento
carne de cañones. Ropa desabrigada, manta para dormir, bártulos de equipaje
inadecuados. En sintesis, según el video de medidas de seguridad antes de
arrancar la caminata por el Parque Nacional, MAL EQUIPADA. A Dios gracias que llegué
sana, sana, colita de rana.
Así y todo, la considero una
experiencia magníficamente religiosa, llena de infierno y llena de paraíso. Yo
creo que uno no tiene idea de cuánto hay para purgar en su alma hasta que no
vive estos extremos opuestos liderados por la Naturaleza elevada en
su máximo exponente.
Supongo que cualquier ser almado
hubiera saboreado este lugar encantado. Incontables todas pero todas las
estrellas que iluminaban la noche desierta. Al mirarlas con admiración,
contemplación y agotamiento, sentí que el Universo me deboraba y me sentí tan
nada y a su vez tan parte ínfima de un todo.
Cómo no tomar esta experiencia de
paz, de amor o de Dios como cable a tierra para seguir viviendo. Al fin y al
cabo la abundancia se manifiesta como una esponja, desde el Universo hacia el
alma y viceversa.
Mi Hawaii nada tuvo que ver con
hamacas, relax y hula-hulas. Se asemejó más a un torbellino de sensaciones que
me cautivaron hasta las más profundas y misteriosas emociones. Me suscitó
alegría, angustia, esperanza y desesperación.
Vivir siete días en esta isla
caliente y llena de vida en el medio del océano por el que nadie pasa, expuso a
mi ser sin consultarme y lo hizo temblar desde arriba hacia abajo y desde cerca
hacia lejos al mejor estilo zoom del google satelital. Tal vez toda esta
muchosidad e impotencia tenga que ver con eso, o no tenga que ver con nada o
quizás simplemente todo tenga que ver con todo... veremos, veremos, después lo
sabremos.
Que viajar es un placer, es
verdad. Lo que no me dijo Pipo Pescador es que también te puede suceder cualquier
cosa.
Ati Irazusta
Con el Efecto Hawaii
activo en las venas, 6 de febrero de 2012
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