Había una vez y así empieza la historia


Había una vez, en algún tiempo remoto, en un país muy pero muy pero muy lejano, vivía una princesita en un hermosísimo palacio.
Como por costumbre les pasa a todas las princesas, ésta, para no ser menos, era una joven muy alegre y estaba muy satisfecha y complacida con las cosas que hacía todos los días. Se divertía, salía con otras princesitas, y parece que también bailaba y cantaba con los animalitos del bosque. No perdía oportunidad para brindarle alegría a las personas que la rodeaban, regalando sonrisas, cariñosos abrazos o algunas veces, hasta con ciertas palabras podríamos decir mágicas.

Le encantaba enseñar y compartir con los más pequeñitos. ¡Ay! ¡Cuánto lo disfrutaba! Aunque a decir verdad, algunos días estaba un poco cansada.

Tenía una linda familia real que la refugiaba y contenía, y eso la hacía sana, confiada, fuerte y resuelta. A decir verdad, le hacía muy bien.

El pequeño gran problema que tenía esta princesa, era que tenía mucho pero mucho miedo. Pero no un miedo cualquiera como el que tienen los niños o las princesas de las historias en general.

No le tenía miedo ni al bosque, ni a los ruidos extraños, ni a la oscuridad, ni a los dragones, ni a los animales salvajes. Todo eso era pan comido para ella, eran tan solo unos cucos de morondanga. Esas eran para ella, tan solo malditas cosas mundanas que a menudo ocurren  en los cuentos y siempre de algún modo se resuelven para que todos coman perdices. Esas no le despertaban para nada de miedo.

Extravagantísimamente, esta niña le tenía miedo a una sola palabra: el porvenir.

Porque para qué mentirles, de todas las cosas que tenía, que vivía, que disfrutaba, que recreaba y de las que ella gustaba, ésta, era la única en la que no podía manifestarse. El porvenir era el insuperable y solitario panorama en el que ella veía borroneado.

¡Cuánto le asustaba esa neblina! Era muy terrible porque pensaba que ella nada podría hacer en tal caso. Pensaba que ya era así, que hasta allí, así ya estaba. Listo, no se veía. Qué vergüenza. No se puede avanzar si no se ve, pensaba.

Y lamentablemente, todo esto la angustiaba pero mucho mucho.

Por tal razón, de vez en cuando se sentía algo incomprendida y hasta un poco apagada.

Sin embargo, lo extraño es que su luz de todos los días no estaba ni un poco apagada. Al contrario, estaba cada vez más encendida. Si era todo un misterio para los ignorantes o toda una máscara para los sabios, nunca se supo.

Lo que sí se conocía que había apagado hace rato eran los buenos deseos y los lindos recuerdos que tanta fuerza y alma tan grande le habían dado.

¿Dónde había guardado aquellos tesoros? ¿Acaso algún dragón estaría custodiándolos? ¿Cuándo había decidido ponerles fin? ¿Quién le había dado permiso? ¿Qué iba a hacer sin ellos? Y bueno, las cosas ya eran así, y al parecer no había mucho más que hacer. Se ve  que un buen día, los había enterrado y que habían habido necrológicos, velorio y todo; y ningún recuerdo de todo aquello…

Una mañana, antes de comenzar otro hermoso día, al mirarse al espejo con encanto y regocijo, tal como lo realizaba todos los días, notó algo extraño.

Sintió una escalofriante y dulce presencia a su lado. Al principio, no pudo descubrir qué era lo que se le acercaba con picardía ni por qué con humilde cariño sentía que algo le molestaba. Respiró hondo, se sacudió con intrepidez y osó mirar con el corazón.

Allí fue cuando pudo ver que no estaba sola, sino que junto a su yo reflejado, su hada madrina la acompañaba.

Era su hada quien posaba a su lado. Y te digo que la princesita se sorprendió bastante y hasta se espantó un poquito, por no decir que se pegó un julepe tremendo. Lo que no la permitía ver ni ser parte de ese momento era su mente que pensaba que ese tipo de fantasías solamente pasaban en los cuentos. Como si el de ella no fuera otro cuento de hadas de por ahí.

Ante tal despiadada y despistada reacción, dicen las malas lenguas, que su hada hasta un poco se ofendió con ella, ya que pensó que la princesita la estaba ridiculizando. Todos sabemos que las hadas son muy vanidosas y detestan que no les presten suma atención.

Entonces con un poco de magia y mucha ternura, el hada la tomó del cuerpo y la abrazó. Y con su amor y un cálido gesto, le regaló la estrella de la abundancia.

Tener abundancia es aumentar la cantidad de algo, y cuando se la obtiene, de a poco uno se puede acercar a llenarse de ese todo esperado.

Le acaban de conceder esa estrella. Galantería de obsequio, oportunidad de sumar, delicadeza de construir, astucia de elevarse, audacia de querer y animarse a más.

Y la princesa que ya casi ni creía en las hadas ni le importaba un pomo si por esa razón alguna se muriera en alguna parte, se emocionó mucho con esta ofrenda… y algunos dicen que hasta lloró.

Un poco de tristeza por haber sido tan tonta durante tantos años; había dejado de creer, de querer; había dejado de soñar. Otro poco de alegría por volver a encontrarse con ella. Una pizca de esperanza y otra pizca de ilusión.

Y todas estas gotitas que cayeron de sus ojos y corrieron por sus mejillas, al reflejarse con la luz que irradiaba de su corazón, formaron un arco iris único. Una maravilla pintada con sus propios colores y con sus más profundísimos y auténticos deseos.

Y así fue como empezó su nueva historia… y colorín colorado y sin miedo y sin vergüenza, este cuento recién comienza.

Ati Irazusta
Con lágrimas de cocodrilo quiero a mi mamá, 28 de septiembre de 2009

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