Parece que el que ríe último, ríe mejor

En la cochera 7 del estacionamiento de mi edificio, yacen los restos de mi malquerido y malogrado Citroën ZX, modelo '95.

Tras severas hemorragias de aceite, pequeños traumas accidentales, un poco de anemia que dificulta su arranque y una depresión agudizada en estos últimos semestres por falta de contención emocional y mecánica, cuasi falleció el pobre.


Qué le voy a hacer, lo dejé estar en los últimos años. Nuestro contrato conductor-conducido se fue desmoronando con el correr del tiempo y pienso que nos vamos a terminar separando, aunque nos cueste un Perú tomar la decisión. Así no aguantamos más.
Hace cuestión de dos semanas nos compartimos por última vez en una ida al trabajo y lo que me ha hecho sufrir el guacho, no tiene nombre. Las tres pulgosas y arbitrarias veces que decidió apagarse en los semáforos de la Avenida Santa Fe aproximadamente a las 7.20 am, me han costado la retención de más de un par de lágrimas y una angustia pre-sensación-choque-trasero importante durante esa jornada toda.

Situación bajo la cual decidí que lo mejor iba a ser tomarnos un tiempo y ver.
Nunca creí en las parejas que se piden un tiempo, pero qué se yo, hay que estar en los pantalones del otro para opinar. La mejor opción siempre ha sido no juzgar: nunca, a nada, ni a nadie... uno nunca sabe a dónde lo llevará la vida ni cómo reaccionará ante un martes trece.

En fin, lo nuestro iba en picada y mucho de esta decadencia tuvo que ver conmigo, lo admito. Confié en que iba a seguir funcionando a pesar de mí. Error. La cosa así no camina, las parejas son de a dos o del horno. Remamos todos o se va todo por la borda.
Supongo que algo tendré que aprender de todo esto. Por ahí que lo tenga en mente para mi próxima relación.

Otro factor que ha desencadenado este lapidario desenlace, es el estilo de vida que he venido llevando en los últimos años, que nada tiene que ver con mi sueldo de docente.
Mi padre ha utilizado una frase muy cierta y muy grotesca para referirse a mis desaventurados manejos económicos que he preferido no repetir públicamente para no abochornarlo. Pero tiene razón. Los curiosos me la estarían preguntando vía inbox.

En el último mes, por ejemplo, la altura de mis costos fijos llegó a la cresta de una ola Hawaina, por decirlo de alguna manera. La alegría de la casa-quinta durante las vacaciones ha conllevado al creciente déficit y aumento desmedido de mi deuda externa.
Pero como dicen que para ser feliz, hay que tomar decisiones. Así lo he hecho.

Convencida de ello, fui al kiosco, realicé una recarga y continué camino al andar. Con o sin vos auto blanquito, el show debe continuar, I got a life.
Tren Mitre, Tren de la Bosta, Subte, bondi, bici, a gamba o con suerte de aventón, me seguiré moviendo sin lugar a dudas.

Ya han pasado doce días de esta vida y con la SUBE recorrí el mundo así.
Ahora, lo que no entiendo es por qué demonios, cada vez que tengo que pagar el colectivo con esta mágica tarjeta electrónica me pongo tan pero tan nerviosa.

¿A partir de cuándo y cómo puede ser que me sienta más amena relacionándome en una situación de compra-venta con una máquina que con una persona? ¿Será acaso que la presión y la apatía del colectivero me desestabilizan al 100%?
El lunes por la noche yendo al ensayo de Coro en la localidad de Florida, se puso a prueba mi debilidad.

Al subir al bondi, no pude controlar esta emoción de riesgo y pavor, desafiándome en una serie indiscriminada de acontecimientos ingratos.
Los colectiveros son como los caballos: decisivamente se dan cuenta si uno se encuentra nervioso. Lo que no me queda muy en claro es por qué buscan potenciar la futura desgracia incomodándolo a uno.

Subí con la tarjeta en mano y saludé con cortesía al chofer. Al sentir la cola que avanzaba detrás de mí y al ver tres máquinas diferentes, me ahogué en una laguna, como si estuviera rindiendo el examen final que me iba a costar la carrera. Liberando adrenalina y respirando hondo, le indiqué a dónde iba, y con poco acierto puse la tarjeta en la máquina incorrecta. Allí recibí el primer reto.
Con altura, sin puchero y muriéndome en un mar de vergüenza, inhibí instantáneamente mis aptitudes tecnológicas y sociales. De los nervios, tiré un chiste que nadie atajó, el que venía atrás se puso algo ansioso, resopló y supongo que me quiso sacar la tarjeta de la mano para hacer la transacción él mismo y no invertir unos segundos de su valiosa vida observando la inoperancia de una señora, que en este caso vendría a ser yo, maldita sea.

Para desmejorar fuertemente mi situación, el conductor terminó de anular mi agilidad mental, al impaciente pedido de "Esperá, esperá, ahora sí, ahora no, esperá, ahora mami, dale". Qué inútil puede uno llegar a sentirse.
Y todo este infortunio de ansiedad y mala pata de los últimos siete segundos de la vida de los amigos de la cola se derivaron en un mal humor compartido y en lo personal en un "tierra tragame".

Paz menos, paz más, llegué a destino sana y salva, y eso creo que es lo importante.
Al fin y al cabo, el mundo sigue girando, yo me sigo moviendo y el auto en paz descansa hasta nuevo aviso.

Una vez más el muerto se ríe del degollado, qué lo tiró.

Ati Irazusta

No hay comentarios:

Publicar un comentario